Museo
La Torre Nueva, que una vez desafió al tiempo y a la gravedad, vive en la memoria y en el corazón de Zaragoza a través de Montal.
En Montal siempre hemos sentido una profunda admiración por la Torre Nueva, tanto por su cercanía, como por lo fascinante de su historia. Tanto es así que, el sótano de nuestra bodega, alberga el museo de la Torre Nueva, nuestro homenaje vibrante y detallado a uno de los monumentos más emblemáticos de la ciudad.
Inaugurado en 1986, este museo ofrece una profunda inmersión en su historia y legado.
Cuenta con una extensa colección de grabados, fotografías de la época, manuscritos y planos que documentan la Torre Nueva desde su construcción en 1504, hasta su demolición en 1892. Sin duda, uno de los puntos culminantes de la exposición es la maquinaria de su reloj original, que fue recuperada tras su demolición y cuidadosamente restaurada.
También alberga diversos elementos y piezas relacionadas con la torre, como guitarras hechas con madera de sus vigas y otros objetos que evocan su grandeza y el impacto que tuvo en la comunidad.
Visitar el Museo de la Torre Nueva es una oportunidad única para conectar con la rica historia de Zaragoza y comprender mejor cómo no solo marcó el tiempo, sino también el espíritu de la ciudad.
Así es como la Torre Nueva se convirtió en el símbolo más importante de Zaragoza
Imagina Zaragoza en el año 1504, una ciudad en plena efervescencia, cuyas autoridades deciden erigir una torre que no solo marque las horas con su reloj, sino que se convierta en un símbolo de orgullo y poder.
Así nace la Torre Nueva, famosa no solo por su altura de 80,60 metros, sino porque casi desde el inicio, comenzó a inclinarse. Se decía que sus cimientos no se asentaron correctamente, y así, como si quisiera observar de cerca a los transeúntes, se fue inclinando hasta los 2,57 metros respecto a la vertical.
Una construcción única que dejó una huella imborrable
Lejos de ser un defecto, esta particularidad atrajo a multitud de visitantes y llamó la atención de escritores y artistas como Benito Pérez Galdós, que la mencionaba en sus obras como un gigante que se inclinaba para mirar a sus pies. Durante la Guerra de Independencia, la torre fue testigo silencioso y activo a la vez, utilizada como atalaya para vigilar a las tropas francesas.
Sin embargo, la inclinación de la torre también sembró el miedo entre los vecinos. En el año 1846, una gran tormenta dañó seriamente la estructura, intensificando las demandas para su demolición. Pese a la oposición de intelectuales y ciudadanos que amaban la torre, fue derruida en 1892, pero su huella sería imborrable.
Hoy, en la Plaza de San Felipe, podemos encontrar su perímetro marcado en el pavimento, y una escultura de un muchacho sentado que mira al cielo, recordando lo que fue y simbolizando un lamento eterno por la ausencia de la Torre Nueva.